Raro
ver en un final de junio un vagón de metro semivacío a primeras horas de la
mañana cuando los bostezos son mayores que las charlas.
Andaba
yo sentado en uno de sus asientos cuando se abrieron las puertas como si de un
telón de teatro se tratara y apareció en escena un armario de tres cuerpos.
Digo
armario, porque si quitamos la cabeza y sus pies, el resto lo era.
Un
hombre enorme, casi más ancho que alto y de riguroso luto por el color que lo
envolvía.
De
abajo hacia arriba con pantalón, camiseta y coronando su cima, una especie de
braga de cuello que se subió hasta el cogote.
Color
negro intenso de la ropa, sólo atravesada vertical y horizontalmente por tres
bandas de puro blanco que dispuestas paralelamente, deduje rápidamente que
publicitaban una marca que empieza por A y acaba en didas.
Mi
“perspicacia natural”, así me lo hizo ver.
A
lo que iba; este hombre se sentó frente a mí ocupando asiento y medio libres.
De
facciones rudas, me recordó por su aspecto a uno de esos maoríes enormes que
vistiendo esos colores se dedican a dar patadas a un balón achatado por los
polos representando a un país tan alejado como Nueva Zelanda.
Cuando
ese hombre habla para sus adentros, estoy seguro que le responde el eco de su
propia voz y si en ese momento le hubiera dado por representar una haka, a mí
me tienen que despegar del asiento en mi parada.
Esa
percepción duró lo que dura el trayecto entre una estación y otra, porque esa
mole, esa fuerza de la naturaleza, empezó a bajar sus telones parpadeantes, al
mismo tiempo que el blanco de sus ojos ascendía a los cielos, en un baile que
acabó por cerrar su vista a la vista de los demás.
En
otras palabras, que se durmió cual bebé que escuchando dulces melodías que
hablaban de nanas, nanitas, nanas, desaparece de este mundo para viajar al de
los sueños mientras deja un rastro de dulzura y media sonrisa por el camino.
Si
el oso que llevaba dentro llegó a roncar o rugir, lo ignoro, porque por unos
altavoces se me indicó el final del camino con una voz metálica que decía:
“Próxima estación, República Argentina”.
Querido Luismi. Esto nos acerca a ese dicho tan popular que nos enseña que "las apariencias nos engañan" no nos fiemos de lo que parece. Seguramente ese hombre secsentiria feliz en los brazos materiales que le cantaran esa nana, nanita.
ResponderEliminarNo lo dudo de que estaba feliz. Parecía un osito de muchos kilos. Todo el mundo necesita tiempo para que nos demos cuenta de lo que realmente es y no aparentaba.
ResponderEliminarSorpresas te da la vida
Je,je, esta vez me has despistado, por la imagen del precioso bebé he pensado otra cosa, ¿Luismi abuelo?, nooooooooo, vaya plancha!!, ha sido una visión absolutamente distinta, pero cada vez más normal, cada vez hay más gente así que necesita doble de todo.
ResponderEliminarTalla XXXLLL.
Un abrazo.
Ja ja ja ¿Yo abuelo? De momento déjalo así que estoy bien. En un futuro quien sabe pero de momento, mejor así.
ResponderEliminarUn abrazo