El diccionario nos revela que una persona
privilegiada es aquella que tiene cierto privilegio, ventaja, derecho especial,
prerrogativa o acceso a algo de que otros no gozan.
Pues bien, aunque ya lo intuía, hoy con más motivo
si cabe he dado gracias a Dios por ser un verdadero privilegiado.
A escasos centímetros, justo delante de mí se
sentaban un hombre y una mujer con el mismo propósito que yo. Un domingo, una
misa y regreso a casa con el deber, devoción u obligación que todo cristiano
intentamos poner en práctica al menos todos los domingos y fiestas de guardar.
No ha sido una misa más, no. Esa mujer tenía algo
muy especial; enseguida me di cuenta que no paraba de moverse espasmódicamente.
No hablaba, pero su cuerpo no paraba de balancearse de derecha a izquierda o de
delante hacia atrás mientras el hombre a su lado permanecía impasible, que no
indiferente.
Debo confesar que mi primera intención fue
cambiarme de sitio porque difícilmente podría estar atento a lo que en un altar
iba a ocurrir mientras los movimientos de esa mujer no cesaban. Pero luego
pensé que las cosas nunca me suelen suceder por casualidad.
Sentí la necesidad de rezar; de rezar por esa mujer
para que el Dios en el que queremos creer, pudiera mitigar de alguna manera esa
enfermedad de la que desconozco su nombre. No me fue difícil hacerlo; sin
embargo, sí que me resultó casi imposible atender la homilía de un sacerdote
ajeno a unos últimos bancos en los que yo me pertrechaba de pensamientos y
oraciones.
Y llegó la paz; esa paz que ahora nos damos con
ligeros y mayormente estúpidos movimientos de cabeza por miedos seguramente
infundados a contagiarnos en un apretón de manos entre hermanos en la fe o en
un abrazo de amigo. Esa paz, hoy ha sido muy especial para mí porque esa mujer
se giró, me miró desde unos ojos oscuros y me tendió su mano. No pude por menos
que estrechar la suya y con la otra agarrando su antebrazo, desearle desde lo
más profundo del alma que la paz fuera con ella. En sólo dos o tres segundos,
el tiempo se detuvo y vi sin apenas ver, una mirada sincera de agradecimiento.
No podía decirme más con menos.
Me sentí al acabar la celebración como un tipo tan
miserable, como privilegiado. Miserable por no recordarme a diario que vivo
para contarlo; que mi visión perdida no me impide ser lo que muchos de estos
enfermos podrían envidiar o desear desde sus sufrimientos continuos.
Y sí, soy un privilegiado que desde mi fe no tengo
más que agradecer que sin apenas ver, pueda seguir sintiendo que ese Dios al
que rezo por esa mujer y por muchos enfermos, sabe darme de vez en cuando una
cura de humildad o un masajito de alma para demostrarme que siempre, siempre
aunque de forma muchas veces incomprensible, está a nuestro lado.
Mi chico de la mochila, siento lo de tu vista, no verás bien con los ojos del cuerpo, pero los ojos del alma alcanzan una visualidad más allá del horizonte, donde seguimos luchando por la luz que, mentes enfermas, como la mía, necesitan encontrar para seguir ayudando a quien lo necesite. A veces buscamos apoyo humano, cuando sabemos que hay alguien que siempre está, a Él acudiremos.
ResponderEliminarUn abrazo de otra privilegiada.
Muchas gracias mi querida compañera de viaje. Como bien dices a Él confiaremos lo que nuestra salud no lleguemos a alcanzar. Feliz travesía amiga.
EliminarUn fuerte abrazo