Camino entre el
gentío de un centro comercial. Seres todos como yo que en un mar de gentes
buscamos esa oferta, esa ganga o esa necesidad que difícilmente encontraríamos
en otro lugar.
No me percato en
exceso de mi entorno ni me llaman tanto la atención detalles, personas o
situaciones como antaño; pero como todo en esta vida, el destino me presentó a
una niña de luz en su mirada.
Una niña de poco
más de dos años sentada en silla infantil empujada por la que intuyo que era su
madre.
Llamó poderosamente
mi atención esa luz que emanaba su rostro; un rostro que apenas se dibujaba
porque su cabeza agachada sólo tenía ojos para ese artefacto de telefonía que por
tamaño, casi no podía sujetar con esas manos tan pequeñas acordes con su corta
edad.
Reflexioné
mientras tomaba una taza de café y pensé: ¿En qué hemos convertido nuestro
mundo?
Un mundo en el que
la infancia más tierna pervive en universos ficticios tras una pantalla de móvil
cuya función en este y muchísimos otros casos sólo cumple con la finalidad de
tener a unos padres alejados de una protesta infantil, un lloro o una molestia
que impida ejercer la verdadera función que persiguen aquellos que pusieron en
sus manos ese artefacto: la tranquilidad de quien quiere ejercer de padre o
madre sin el inconveniente de una hija que pueda mirar al mundo con su propia
luz y no con esa insana proyectada que nos ata a este mundo de redes que
atrapan nuestra existencia.
De estos lodos,
vendrán barros de adultos cuyo único fin en la vida será el de irradiar una luz
cargada de herzios y no de belleza humana.
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