Asomándome a la barandilla de un intercambiador de transporte
en la gran ciudad, veo simplemente hormigas. Unas van, otras vienen; algunas
suben, otras bajan. Multitud de colores, formas y esculturales cuerpos que van
desde la perfección de Miguel Ángel a las enormidades de Botero.
Como denominador común en todas ellas, la sempiterna prisa o
celeridad en sus movimientos. Todas llegan tarde; esa cita, ese trabajo, ese
autobús, ese amigo… no esperan. Incluso ese violinista toca “accelerato ma non
tropo”.
¡Qué mundo más estresado y estresante! Y a la vez, qué mundo
tan extraño e incomprensible que viviendo siempre con el pie del acelerador a
fondo, es capaz de aguantar, soportar y padecer interminables colas de
centenares de metros e incluso largos días por ser de los primeros en adquirir
ese último modelo de móvil, esa tablet de futura generación, esa entrada para
ver a Dios disfrazado de artista, deportista o embaucador o de clavar esa
bandera en forma de sombrilla que colonice el mísero espacio posible de cualquier
arena de cualquier Benidorm que se precie.
Y contrapuesto a todo esto, en pocas, pero agradecidas ocasiones
se encuentra un servidor, que apoyado en esa barandilla, recuerda como si fuera
anteayer que paseando con mi chica por las calles de mi ciudad, se fijó en un
niño de pantalón corto, zapatos desgastados y pelo cortado “a tazón” que
simplemente pedaleaba subido a una pequeña y descolorida bici.
Ese niño, crecerá y seguramente será otra hormiga que navegará
por el torrente de los tiempos que le ha tocado vivir.
Mi deseo para ése y tantos y tantos niños como él, es que
llegado el momento pueda saber elegir entre
Renovarse
o VIVIR
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