Desde aquellos tiempos en los que un asturiano se
asomó a las pantallas de televisión para primero pilotar, después ganar y
acabar convirtiéndose en bicampeón del mundo en algo tan de extraterrestres
entonces para los españoles como la Fórmula Uno, un servidor que sigo siendo
yo, no ha dejado de ser un fan que no fanático de ese deporte de ruedas más
anchas de lo normal.
Bien es verdad que esos tiempos cambiaron; el
asturiano era el mismo; la afición también la misma; pero los coches en los que
se fue sentando, eran hermosas máquinas de correr que no corrían tanto como
primero él y luego los demás hubiéramos querido.
Lástima para los méritos
contraídos por un gran piloto y lástima también de madrugones perdidos en
legañas de otros años.
Esperanzas teníamos de regresar a lomos de otro
coche de anaranjado color si no a ganar, sí al menos a pelear de tú a ellos con
los mejores; tampoco la diosa fortuna o la tecnológica se unieron para formar
un gran tándem.
Eso desanimaría a cualquiera y así ha sido; el
piloto se bajará del coche de una fórmula que no es la buena buscando nuevos
retos con olor a laureles y esa legión de pretorianos seguidores, vibraremos con él en otros
circuitos que sin chicanes también huelan a neumático quemado.
Tan quemados, como lo está mi mujer a la que no
llego a entender muy bien en su enfado por esa afición mía de ver coches donde
no los hay.
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