Un mañana
de sábado tan soleada como fría; un día de los que siempre conocí en
cualquier mes de enero.
Camino a casa
buscando calor, se me acercan dos chavales, un perro y una pelota. Chicos de
cara helada que me realizan una pregunta difícil, muy difícil de contestar.
¿Perdone
señor, conoce si por aquí cerca hay algún sitio donde podamos dar unas patadas
al balón?
Les miro,
me miran y por más que me devano los sesos y quiero ayudarles, lo único que
puedo contestarles es un “no” con mucha pena.
Pena
porque es pena lo que siento cuando me doy cuenta que esos chicos no podrán
jugar, simplemente jugar, porque la ciudad ya no es para ellos y porque la
sociedad de ahora expulsa de nuestras plazas y calles a unos simples niños que
si quieren practicar el divino arte de serlo, deben marchar a las afueras de la
vorágine de cemento para no arriesgarse a que la ley de un cartel que dice “prohibido
jugar a la pelota” se aplique sobre ellos con todo su peso.
Lejos
quedaron aquellos tiempos en los que dos simples piedras en el suelo marcaban
una portería sin travesaños para disfrute de todo aquel que simplemente
quisiera jugar al juego de ser niño en una infancia feliz.
Hoy,
estos chicos, encontrarán cercanos multitud de casas de apuestas y bingos, pero
no sabrán o más bien no podrán llamar a puertas de amigos que en pandilla
revienten balones, pelotas de ping-pong o bolsas de pipas, simplemente porque
no encontrarán cercano ningún lugar que pudiera colgar un cartel que dijera:
“Bienvenidos
niños, disfrutad”
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