11:10 a.m.
en la línea 6 del Metro de Madrid el sábado día 21 de febrero.
Cómodamente
sentado esta vez sin nada que leer, sin nada que escuchar.
El vagón se
encontraba semivacío y gente dispar.
Una pareja joven con un niño pequeño, un
señor de avanzada edad, un chaval acoplado a unos cascos o viceversa, un tipo
leyendo el periódico y una joven jugando con su móvil a un juego de esos en los
que no paran de caer frutas de todos los colores. Es decir, que formábamos una
fauna de lo más común en cualquier lugar.
En cierto
momento, me llamó la atención algo que estaba caído en el suelo, en mitad del
vagón. Al principio, pensé que mi deteriorada vista me estaba jugando una mala
pasada; pero después pensé: “Luismi, acabas de estrenar gafas”.
Admito mi
perplejidad al principio, mi curiosidad después y mi sonrisa final cuando
abandoné ese vagón.
Creo que al igual que yo, todos se
percataron de lo que allí estaba abandonado. Así que dentro de mi curiosidad y
observancia habitual, sin malicia, mi mente comenzó a preguntarse y barruntar:
¿De quién sería aquello que
permanecía inmóvil en el suelo?
¿Era normal y natural que nadie
tuviera intención no ya de recogerlo, sino ni tan siquiera acercarse a verlo?
¿Esa joven había sonreído al fijarse
o eran imaginaciones mías?
¿Cómo explicaría esa pareja al niño
pequeño de qué se trataba si a éste se le ocurría ir a por él seguido por su
curiosidad infantil?
¿El hombre de avanzada edad, podría
recordar el nombre de aquello y su finalidad?
¿El chaval de los cascos estaría
escuchando música de Enrique Iglesias para desviar la atención y pasar desapercibido?
Sólo sé, que después de todas estas
conjeturas, cuando abandoné el vagón, una pregunta no dejaba de martillear mi
cerebro, no sin cierta carcajada mental:
Foto Luismi |
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