Conozco a un chico, un hombre, un tipo peculiar. Una persona de esas que por su apariencia, ya sabemos que es especial.
La diferencia de considerar a esa persona positiva o
negativamente como especial, reside en el prisma con el que cada uno lo miremos.
Se trata de una persona que sufre o padece una cierta disminución a mi entender, más psíquica que física si lo comparamos con la gran mayoría de los mortales.
Recuerdo haberle conocido en una celebración religiosa. Me encontraba yo sentado unos bancos más atrás cuando, de repente, observé como giraba la cabeza y sus ojos parecían posarse en los míos con una mirada a caballo entre el enfado de un “perdonavidas” y el entrecejo escrutador de un policía anónimo.
Ciertamente, me sobrecogió, por lo inesperado de esa mirada y
su fijeza.
Con el paso del tiempo y coincidiendo en multitud de ocasiones en ese lugar que habitualmente visitamos, he podido comprobar que es un acto reflejo casi en él. Sin un motivo, sin una llamada, sin lógica alguna, siempre, siempre gira la cabeza buscando quién sabe qué.
También, con el paso del tiempo, he cruzado miradas, conversaciones e incluso algún apretón de manos y felicitaciones con este hombre.
Un hombre, que por su condición, suele verse en cierto modo abandonado
a su suerte. Nunca será el centro de ninguna conversación, ni el protagonista
de un cambio de pareceres. Se le sonreirá, se le hablará, pero raramente servirá
de compañía en cualquier tertulia bajo una sombrilla que dé sombra a una bebida
refrescante.
Opinará, pero su opinión seguramente, se perderá en el limbo del olvido.
Sonreirá, pero casi nadie captará esa alegría.
Llorará, pero poca gente se compadecerá de sus lágrimas.
Incluso pensará y se vestirá de razones, mientras los demás
seguramente, le miraremos y oiremos llover aunque en lo alto alumbre un sol
espléndido.
Quién sabe si incluso se enamorará. ¿A alguien le importa?
Hago estas reflexiones, porque no hace mucho, le observé con
atención sentado en el mismo banco de siempre de nuestra querida y en ese
momento, solitaria catedral.
Miraba al frente, con esa mirada perdida de todo aquel que
habla con quien no ve. Un buen rato permaneció así.
¿Qué pasaría por su mente? ¿De qué hablaría con Aquel que sin
verlo siempre está?
Cualquier cosa que yo pensara, sólo serían conjeturas.
Sin esperarlo, recuerdo que giró la cabeza, me miró y sonrió
abiertamente.
Una sonrisa sencilla, muy natural e incluso llena de ternura.
Confieso que me conmovió.
Desde ese día, si alguna vez pude dudar, comprendí que el día que a ésta o a otra persona como ésta no trate con el respeto, educación y cierto cariño y comprensión que sin duda merecen, ese día, el chico que tendrá que mirar hacia atrás, seré yo.
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