Con los
primeros rayos de sol de un frío pero hermoso sábado invernal, inicié viaje en
solitario con el único propósito de encontrarme con una chica que seguramente
jamás pensó en ser visitada precisamente ese día.
El viaje
resultó plácido. Buena música, calor confortable y una parada en el bar y el
mismo café sólo de siempre.
Llegué al
lugar del encuentro con la incertidumbre habitual del estado en el que me
encontraría a esta chica.
No me sorprendió
encontrarla sentada; cabizbaja, no era apenas capaz de alzar la mirada.
La besé, le
hablé, pero apenas reaccionó.
Quise buscar
un lugar tranquilo, apartado del mundo, de voces, de trasiego de personas,
visitas y televisiones altisonantes.
Al fin
pudimos encontrar un rincón para nosotros. Sólo nos acompañaban unas sillas y
mesas desnudas.
Cogí sus
manos y dulcemente comencé a hablarle. Despacio, sin prisas, sin órdenes para
que poco a poco pudiera salir de esa especie de letargo en el que estaba
sumida.
No fue
fácil, pero al fin alzó la mirada y esos hermosos ojos claros de siempre, se
fijaron en mí.
No traslucía
sorpresa, alegría o tristeza. Simplemente, esos ojos me miraron. Me miraron
fijamente y lo que antes era silencio, dio paso a una puerta entreabierta en
forma de sonrisa.
Sus manos,
nunca se despegaron de las mías, ni las mías eran capaces de abandonar las
suyas.
Manos
suaves, delgadas, curtidas en el tiempo, pero unas manos que apretaban con
cierta fuerza lo que no querían soltar.
Era la
primera vez que cara a cara, mirada a mirada y balbuceo a balbuceo, hablábamos
sin sentido, sin comprendernos, pero también sin tapujos ni pudores a la hora
de mostrar al mundo que esa chica y yo, nos hemos querido siempre.
Sin darnos
cuenta, pasaron los minutos; la sala se iba llenando y lo que antes eran
silencios, dieron paso al bullicio; nada de eso pudo abstraernos de esa
conversación sin sentido que hacía una vida que no habíamos tenido y que ahora resumíamos
en casi dos horas de encuentro.
Era hora de
marchar; ella a recibir su alimento diario y yo buscando el regreso al hogar.
Me fui por
donde vine, pero quien atravesó una puerta para ese encuentro, nunca será el mismo que lo
hizo también para salir.
Porque
marché de allí con una sonrisa. Por primera vez, marché feliz, con mi
conciencia vestida de gala y una sensación de haber encontrado por fin a una
dulce, dulcísima chica de noventa años que quizás no sepa nunca quién la
visitó, pero seguramente sí sepa quién la quiso siempre.
A esa chica, a esa madre, a mi madre, con todo el
cariño que quizás tardé noventa años en demostrarle, gracias por ser quien es.
Ufff....NO se que decirte...tengo un nudo en la garganta...Un abrazo muy fuerte amigo....
ResponderEliminarEse nudo, lo dice todo. Gracias amigo. Un abrazo enorme.
ResponderEliminarHa de ser algo terrible verse en una situación así, cuando la memoria tomó otro rumbo y el baúl de los recuerdos ya no se puede compartir. Más aún, cuando quien tienes delate es alguien tan esencial y especial como una madre. Un texto con una carga emocional altísimo, tanto que sé que ha dejado un poso en mi interior.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Pues sí amigo Jorge; así es. Pero también te puedo decir, que a pesar de su estado, me consuela saber que en su mundo, parece que se encuentra feliz. Quizás sea mejor así. Sólo sé que aunque tarde, quizás he encontrado lo que tantos años busqué.
ResponderEliminarGracias amigo por tus palabras. Un fuerte abrazo.
Precioso encuentro, maravillosa cita por la que siento una envidia enorme. Te aseguro que esos ojos azules siempre te seguirán mirando con amor. Luismi, me han emocionado tus palabras. Mi madre se fue a los 81 años padeciendo Alzheimer, no me sonreía, ni me hablaba, pero sé que hubo momentos cortos en los que llegó a conocerme y hasta pronunciar mi nombre. Dicen que son capaces de captar si hay tristeza o si hay alegría, aunque no puedan demostrarlo.
ResponderEliminarEsas manos, no las sueltes, son preciosas.
Pienso como tú amiga. En algún momento, llegan a recordar vagamente a quien les habla. La tristeza, no lo sé, pero yo creo que la alegría que se le transmita, la captan perfectamente. Gracias por tu hermoso comentario.
ResponderEliminarMil abrazos.
¡Que hermosa cita, la del sábado!
ResponderEliminarNo sé que capacidad tendrá tú madre de reconocerte. Pero lo que es cierto que lo que sale del corazón, el amor, tú dulzura en el trato, si lo sientió.
Un precioso encuentro entre una madre y un hijo.
Esther
Pues sí Esther. Realmente, fue un hermoso encuentro. Seguramente, no sabía muy bien quien le hablaba, pero tampoco me llegó a preocupar. Nos entendimos como nunca. Gracias.
ResponderEliminarAbrazos.