Cuando la ciudad duerme su primer sueño, un hombre sentado conversa
en completo silencio con ese Amigo que fielmente le espera una vez por semana en
un trocito, un pedacito de capilla para dar rienda suelta a la fe que sin
haberla buscado, un día le sorprendió con todo su poder de convocatoria.
Como compañeros, el silencio, sus pensamientos, sus plegarias y Dios.
Una conversación íntima consigo mismo reconociendo y en cierto modo arrepintiéndose por cierta desidia, que no desinterés por una visita más, que últimamente podría tener colgado el cartel de rutinaria.
Quizás la costumbre o la obligación, superan en ocasiones la devoción de aquellos que se consideran o pretenden llegar a ser buenos creyentes.
Ensimismado en sus pensamientos, de repente, escuchó como alguien llamaba suavemente a la puerta de esa capilla. Extrañado por lo intempestivo de la hora, esperó en silencio y en cierto modo, muy extrañado por lo inhabitual de esa llamada.
La llamada se volvió a repetir una segunda vez dejando al descubierto la certeza de que era real que alguien al otro lado de la puerta esperaba ser atendido.
La lógica prudencia se impuso y antes de abrir puertas,
abrió ventanillo para ver y hablar con aquel que rompió el silencio de la
noche.
Al otro lado, dos hombres de mediana edad; uno de ellos,
conocido por pedir limosna habitualmente en el mayor templo de la ciudad. El
otro, un completo desconocido.
El conocido, callaba; quizás su estado dejaba entrever que
no todo lo rojo que corría por sus venas, era sangre.
El otro, con acento de tierras del Este, pero en un
correctísimo castellano, comenzó a hablar en un tono totalmente sereno y
educado haciéndole ver que ambos se encontraban sin rumbo fijo, sin lugar donde
pasar la noche y pidiendo permiso para poder descansar al menos unas horas sin
vagar por las solitarias calles de la ciudad.
La razón, el conocimiento y la lógica a emplear en una
situación así, dio paso a lo dictado por ese órgano que no piensa, pero siente
como ninguno y les abrió la puerta.
No tardaron en tomar asiento en el último banco de madera de
la estancia, no sin antes dar mil gracias, pedir perdones y mostrar una
mansedumbre poco habitual en el mundo de hoy en día.
Poco tiempo transcurrió cuando los sonidos del silencio se
transformaron en fuertes respiraciones como señal inequívoca de quien duerme
profundamente. Con madera por almohada y dureza por colchón, esos hombres
dejaron de existir en el mundo real para hacerse presentes en el mundo de los
sueños.
Quien la puerta les abrió sólo pudo hacer tres cosas: mirar
con serenidad a Aquel sin cuya presencia nada de esto hubiera sucedido, respirar
en profundidad y mentalmente, gritar un sonoro “G R A C I A S”.
Un agradecimiento sincero y profundo, porque después de
mucho tiempo, ese espíritu de ayuda a quien la necesita pasó de ser una teoría marcada
en libros, a una práctica real y avivó como sólo un fuelle puede hacer, unas ascuas que comenzaban
a apagarse en esa chimenea que calienta la existencia de quien cree y quiere
creer.
La razón, las normas y el sentido común, dirían y dicen que
en ese lugar sólo se debe permitir aquello para lo que fue creado: el culto y
la oración. Que no debe ser un lugar habitual para descabezar sueños y mucho
menos si estos están bañados en alcohol, porque donde hoy eran dos y en ese
estado, mañana pueden ser veinte.
Eso es lo que dicen las normas, pero a ese hombre, en ese
momento, poco le importaban unos sonidos estridentes a ritmo de ronquidos; poco
le importaba lo inusual de la situación; nada le importaba lo que el mundo legislara,
pensara o hiciera, porque ese juez del tribunal supremo de nombre “conciencia”
le dictó como sentencia irrevocable, una hermosa y maravillosa libertad sin
cargos.
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