No hay mayor silencio que el silencio del olvido. Y no quisiera ser yo quien pasara de puntillas sin opinar por la historia más reciente de un país, de una región, de unas gentes que viven y vivirán una película de terror basada en hechos muy reales desde que el pasado 29 de octubre, mucha vida y muchos modos de vida se perdieron en un río de muerte y destrucción.
Han pasado ya los suficientes días para reflexionar sobre lo ocurrido sin la inmediatez de un corazón desbocado por los acontecimientos.
Muchas han sido las imágenes, los relatos y las vivencias de los protagonistas de esta desgracia que de un modo u otro debiera habernos tocado la patata si como se nos presupone, somos humanos.
¿Qué decir, qué pensar, cómo ayudar, cómo consolar…? Son muchas preguntas que en la distancia me hago y no termino de responderme.
No me basta un simple emoticono con una lágrima cayendo; no es de recibo que con mi pequeña aportación monetaria mi conciencia se sienta ya dormitando en el mar de la tranquilidad; no, no me basta. Quisiera que esta historia nunca se olvidara; que aunque pasen los días y las ciudades y los pueblos afectados maquillen sus muecas de horror, nunca olvidemos que una vez hubo ríos de lágrimas por el ser querido que partió; o de aquel otro cuya única posesión ahora es una manta que una mano amiga le ofreció o la de aquellos niños que fueron hombres al ritmo de un carrito llamado ayuda que transportaban por la calles.
Son historias que nunca debieran olvidarse aunque se diga que la vida sigue. La vida sigue, sí; pero ¿seguirá igual?. Quiero pensar que no, aunque mi experiencia me dice que pasado un tiempo, seguiremos viviendo en el país de las maravillas donde todo se enmascara en una falsa felicidad adornada de promesas sin cumplir, brindis al sol y tardes de toros y fútbol. “Pan y circo” pregonaban los romanos, para que sigamos su ejemplo centenares de años después.
Me rebelo ante esa idea y prefiero pensar que los ríos y ríos de jóvenes portando cubos, palas, rastrillos y voluntad de ayuda a los demás, son el futuro más rabioso que podamos tener en este país. No se trata de vengar al inepto, sino de enseñarle que nunca debieran unos pocos jugar con las ilusiones puestas en el futuro de todos.
Se dice ahora que sólo el pueblo salva al pueblo. Desgraciadamente, así ha sido; pero no olvidemos que pueblo somos todos y que ese mismo pueblo es el que ha puesto al frente de un país, de una región o de un municipio a unos gobernantes que salvo contadas excepciones, han jugado con las vidas de los demás por un puñado de votos y ceros que añadir a sus cuentas.
Creo que ha llegado la hora de exigir que los políticos demuestren su valía; no se puede llegar a la cima sin haber estado antes en lo más bajo. ¿Cómo se atreven a exigir a los demás lo que ellos nunca son? ¿Cómo se permiten dar lecciones éticas sin dar ejemplo? ¿Por qué un joven de hoy en día debe estudiar lo que no está escrito para pasar una oposición si quiere encontrar un empleo mientras la peor generación de políticos con sus acciones u omisiones se ríen en su cara desde sus poltronas?
No hay vergüenza ni dignidad ni verdad en lo que dicen o hacen. Las verdades las adornan de mentiras y las mentiras las adornan de verdad.
Hoy la imagen de ese hombre es la que me viene a la cabeza; ojalá ese hombre se levante algún día y aunque, manchada su dignidad, se sacuda esos lodos para gritar al mundo:
“Es la hora de los buenos”