Es temprano en la ciudad; apenas encendidos los focos de un
nuevo día, cuando el barrendero empuja carro, cepillo y pala y los primeros
autobuses embarcan y desembarcan gentes somnolientas buscando ganarse el pan, dos
mujeres deambulan con pasos cortos en un paseo ceremonial que se repite prácticamente
a diario.
No importa que el tiempo arrecie lluvia, frío o calor. Cual
protocolo, misión, costumbre u obligación autoimpuesta, ambas mujeres recorren
la misma calle a la misma hora.
Madre e hija, hija y madre, muy juntitas; brazo con brazo,
codo con codo, repiten gestos, charlas y acciones.
Una, la madre, con la mirada perdida y silenciosa; mirando
sin ver o viendo sin interés por mirar. Su hija, mochila en bandolera y con verborrea
digna de un asiduo orador, va llenándole la cabeza de palabras que seguramente
su cerebro no sea ya capaz de ordenar con cierta fluidez.
Ambas, en definitiva, aparentan y demuestran no estar bien.
Se aposentan en el banco de la marquesina de un autobús con
destino Madrid. La de mayor edad, continúa en silencio. La otra, se niega a
dejar de hablar.
Alguien de repente les
pregunta:
¿A qué hora tenéis que estar en el colegio?
“A las nueve, contesta la de siempre”
“Pero si no son ni las siete; no hace falta que paséis tanto
frío”
“Pues entonces nos marchamos a casa y volveremos más tarde”
Y así ambas mujeres desandan lo andado, dejándonos siempre a
los testigos de esta diaria escena con la sensación cierta de que mañana o
quizás al otro, estas mujeres regresarán por donde marcharon a la misma hora de
siempre.
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