¿Quién no se ha mirado alguna vez en un espejo?
¿Quién no se ha sorprendido en ocasiones, escrutado en otras y asustado en
algunas al sentirse observado por aquella imagen curiosamente muy parecida a
nosotros mismos que a escasos centímetros nos mira?
Nada tiene de especial mirar un espejo. Actos
tan cotidianos como afeitarse, maquillarse, peinarse, untarse de cremas varias,
tocar ojos a lentillazos, pintarse de “chori” los labios, o simplemente mirarse
y decirle a ese tipo o tipa “alégrame el día”, es algo que forma parte
intrínseca de nuestra vida.
El problema reside en ese otro tipo de personas que al mirarse en uno de esos objetos, le habla diciéndole “mírame bien porque no existe otra cosa igual o mejor que yo”.
El problema reside en ese otro tipo de personas que al mirarse en uno de esos objetos, le habla diciéndole “mírame bien porque no existe otra cosa igual o mejor que yo”.
Personas que dejan a ese espejo mudo. Personas
perfectas que se ven así y así quieren ser vistas.
Personas con mil trajes pero ninguno cosido con
hilo de humildad.
Personas que no necesitan ningún dios, porque
ya lo son.
Esas personas que conjugan pronombres como yo,
me, mí, conmigo menospreciando al tú, te, ti y costándoles mucho
compartir “contigo”.
Centros de cualquier reunión, grupo o mundo de
este mundo que nunca piensan que también un florero suele ser el centro de
cualquier mesa, para al final no dejar de ser un simple florero al que sus
hojas acabarán abandonando por marchitas.
Dicen que no hay más ciego que el que no quiere
ver. Yo diría que no hay más ciego que el que no ve más alla de sí mismo.
Puede que este tipo de personas alcancen el
éxito, el reconocimiento a su labor, el aplauso desmedido, la palmada en la
espalda e incluso miles y miles de amigos virtuales de redes sociales; pero en
mi modesta opinión, esa actitud, esa egolatría, esa sinrazón, sólo les llevará
más tarde o más temprano a verse completamente rodeados de espacios en soledad
en el que únicamente les quedará el consuelo de un espejo al que mirarse.
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