Toda boda, toda unión tiene un nexo común
llamado alegría o si se quiere, algo que va más allá y que no es otra cosa que
una hermosa palabra de nombre “felicidad”.
Se puede ensayar una ceremonia; se puede ensayar un canto; incluso se pueden ensayar unas palabras; pero la felicidad no se ensaya. La felicidad brota natural y transpira por los ojos; acelera corazones, enternece corazas y derrumba fortalezas; llena vacíos, aplaca histerias y desnuda buenos sentimientos.
Se puede ensayar una ceremonia; se puede ensayar un canto; incluso se pueden ensayar unas palabras; pero la felicidad no se ensaya. La felicidad brota natural y transpira por los ojos; acelera corazones, enternece corazas y derrumba fortalezas; llena vacíos, aplaca histerias y desnuda buenos sentimientos.
He sido testigo directo de todo eso primero desde un lugar privilegiado en el que la novia me hizo el honor de situar en un momento de la ceremonia más importante de su joven vida.
Ese lugar, el altar de una hermosísima iglesia;
mi misión, pronunciar unas palabras que leídas en público quise que fueran fiel
reflejo de lo que sentía y deseaba para ellos.
El principal escollo, mi miedo escénico y mi timidez nacida de serie. Pero ambos, se aplacaron rápida y enormemente quizás por el rostro de ella, la emoción de él o el orujo de hierbas que antes de la ceremonia acompañé a mi estado de nervios a punto de desbocar.
El principal escollo, mi miedo escénico y mi timidez nacida de serie. Pero ambos, se aplacaron rápida y enormemente quizás por el rostro de ella, la emoción de él o el orujo de hierbas que antes de la ceremonia acompañé a mi estado de nervios a punto de desbocar.
El caso es que desde allí, letra a letra,
palabra a palabra, pude sentir, admirar y disfrutar más intensamente la emoción
de un momento que para toda pareja que se quiere, siempre es y debiera ser un recuerdo
imborrable en sus vidas.
No vi unos novios; ni siquiera unos elegantes padrinos
ni expectantes decenas de invitados. Vi algo que iba más allá de un hermoso vestido blanco o un
traje de hombre con flor en la solapa. Porque desde ese privilegiado lugar y
contemplando sus cómplices miradas, sus lágrimas desbordadas y sus manos
temblorosas, lo que yo vi era “sencillamente” amor.
Y vi después unión de hermanos, orgullo de padres,
bailes, risas, abrazos, cánticos, servilletas al viento, bebidas y comidas de
mil colores. Vi todo aquello que nunca debe perderse; aquello por lo que
siempre merece la pena vivir.
Detalles que hacen de esta vida algo hermoso, como ver sonreír a una mujer muy joven a la que la enfermedad del siglo cincela a sufrimiento un afán de superación y lucha admirables.
Vi también a un hombre, padre y padrino de
mirada y quizás conciencia ausente, que sentado entre dos ruedas de esa silla
que ya siempre le acompaña, de forma natural, lloró al escuchar sones de
Escobar que hablaban de una madrecita María del Carmen. Esos sones me
transportaron a mí también a aquellos lejanos tiempos en los que con idéntica
música encerrada en una vieja cinta de cassette, compartíamos los dos kilómetros
a ritmo de Renault 12 por esas carreteras de Dios.
No quiero que todo eso se pierda. Quiero que
permanezca en la memoria de todos día a día y que sirva de recuerdo de lo que
siempre debe permanecer.
Todo eso y más en un hermoso día de septiembre
es lo que yo vi.
Me he emocionado, es precioso lo que cuentas y como lo cuentas. Te entiendo perfectamente, leer en público parece fácil, pero de eso nada, te tiembla todo y te felicito por el texto que seguro eres el autor.
ResponderEliminarTu sobrina muy guapa y a tu madre cuídala mucho, Luismi, yo ya no puedo.
Un abrazo amigo y enhorabuena.
Muchas gracias amiga. Realmente, sí; es complicado esto de hablar en público y más aún cuando era la primera vez. De todos modos, resultó ser bastante mejor de lo que esperaba. Viendo tanta gente guapa tanto por fuera como por dentro ese día, uno se despreocupa de las dificultades.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo