viernes, 18 de septiembre de 2015

Lo que yo vi


Se reunieron personas de toda clase y condición como testigos de la unión de un hombre y una mujer que decidieron dar ese paso que va más allá en una relación.

Acudieron al evento gentes venidas de lejos para acabar sintiéndose cercanos. Elegantes ellos, hermosísimas ellas, conformaron durante una larga jornada acabada en madrugada, un mosaico de colores teñidos de familia, amistad y compañerismo.

Toda boda, toda unión tiene un nexo común llamado alegría o si se quiere, algo que va más allá y que no es otra cosa que una hermosa palabra de nombre “felicidad”.

Se puede ensayar una ceremonia; se puede ensayar un canto; incluso se pueden ensayar unas palabras; pero la felicidad no se ensaya. La felicidad brota natural y  transpira por los ojos; acelera corazones, enternece corazas y derrumba fortalezas; llena vacíos, aplaca histerias y desnuda buenos sentimientos.

He sido testigo directo de todo eso primero desde un lugar privilegiado en el que la novia me hizo el honor de situar en un momento de la ceremonia más importante de su joven vida.
Ese lugar, el altar de una hermosísima iglesia; mi misión, pronunciar unas palabras que leídas en público quise que fueran fiel reflejo de lo que sentía y deseaba para ellos.

El principal escollo, mi miedo escénico y mi timidez nacida de serie. Pero ambos, se aplacaron rápida y enormemente quizás por el rostro de ella, la emoción de él o el orujo de hierbas que antes de la ceremonia acompañé a mi estado de nervios a punto de desbocar. 
El caso es que desde allí, letra a letra, palabra a palabra, pude sentir, admirar y disfrutar más intensamente la emoción de un momento que para toda pareja que se quiere, siempre es y debiera ser un recuerdo imborrable en sus vidas.
No vi unos novios; ni siquiera unos elegantes padrinos ni expectantes decenas de invitados. Vi algo que iba  más allá de un hermoso vestido blanco o un traje de hombre con flor en la solapa. Porque desde ese privilegiado lugar y contemplando sus cómplices miradas, sus lágrimas desbordadas y sus manos temblorosas, lo que yo vi era “sencillamente” amor.



Y vi después unión de hermanos, orgullo de padres, bailes, risas, abrazos, cánticos, servilletas al viento, bebidas y comidas de mil colores. Vi todo aquello que nunca debe perderse; aquello por lo que siempre merece la pena vivir.

Detalles que hacen de esta vida algo hermoso, como ver sonreír a una mujer muy joven a la que la enfermedad del siglo cincela a sufrimiento un afán de superación y lucha admirables.
Vi también a un hombre, padre y padrino de mirada y quizás conciencia ausente, que sentado entre dos ruedas de esa silla que ya siempre le acompaña, de forma natural, lloró al escuchar sones de Escobar que hablaban de una madrecita María del Carmen. Esos sones me transportaron a mí también a aquellos lejanos tiempos en los que con idéntica música encerrada en una vieja cinta de cassette, compartíamos los dos kilómetros a ritmo de Renault 12 por esas carreteras de Dios.
No quiero que todo eso se pierda. Quiero que permanezca en la memoria de todos día a día y que sirva de recuerdo de lo que siempre debe permanecer.

Todo eso y más en un hermoso día de septiembre es lo que yo vi.





* Dedicado a Luz, Cristian y muy especialmente a una viejecita que nunca sabremos si lloraba o reía y sin cuya existencia nada de todo esto hubiera podido yo contar.









2 comentarios:

  1. Me he emocionado, es precioso lo que cuentas y como lo cuentas. Te entiendo perfectamente, leer en público parece fácil, pero de eso nada, te tiembla todo y te felicito por el texto que seguro eres el autor.
    Tu sobrina muy guapa y a tu madre cuídala mucho, Luismi, yo ya no puedo.
    Un abrazo amigo y enhorabuena.

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  2. Muchas gracias amiga. Realmente, sí; es complicado esto de hablar en público y más aún cuando era la primera vez. De todos modos, resultó ser bastante mejor de lo que esperaba. Viendo tanta gente guapa tanto por fuera como por dentro ese día, uno se despreocupa de las dificultades.

    Un fuerte abrazo

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