Cierta
noche como tantas otras, a la hora tardía de siempre, me pertreché de abrigo y
salí a la calle como hago habitualmente, con una bolsa de desperdicios en una
mano y una larga correa acabada en mi viejo amigo de cuatro patas.
El
mismo trayecto de siempre, para hacer lo mismo de siempre; que este amigo
realizara un equilibrio a tres patas y perdiera líquidos inservibles para todo
cuerpo que se precie, sea humano o no.
Calles
solitarias bajo un frío invernalmente primaveral.
A
lo lejos, un hombre con pasos algo inseguros se dirige hacia nosotros.
En
una situación así y a horas intempestivas y solitarias, nunca sabes a ciencia
cierta lo que ocurrirá después. El caso es que este hombre al llegar a nuestra
altura, frenó y mirando primero a mi amigo y después a mí, me habló diciendo:
“Disculpe,
estoy un poco ebrio, pero le quería preguntar si ese perro lo compró o es
adoptado”
“Lo
rescaté de una perrera, hace ya casi quince años” le respondí yo.
“Entonces,
que Dios se lo pague por salvarlo”
Y
sin mediar más palabras, siguió su camino.
¿Ebrio?,
pregunté a mis adentros. ¡Cuántos sobrios deberían existir como ese señor!
Por algo se dice que los niños, los borrachos y los locos siempre dicen la verdad. En tu caso además el buen hombre alabó tu buena acción.
ResponderEliminarLa gente sorprende a veces.
Un abrazo.